Desde hace más de tres décadas, México emprendió un proceso de apertura comercial con la promesa de integrarse a las grandes cadenas globales de valor. El punto de quiebre fue el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá (TLCAN), firmado en 1994, que convirtió a nuestro vecino del norte en el principal destino de nuestras exportaciones. A partir de entonces, se repite con insistencia —como mantra más que como compromiso— la necesidad de diversificar nuestros mercados. Pero la realidad es terca, y los hechos no respaldan el discurso.
Hoy, cerca del 80% de las exportaciones mexicanas siguen teniendo como destino Estados Unidos. La mayoría corresponde a sectores como el automotriz, la electrónica y la maquinaria, industrias en las que México participa sobre todo como ensamblador o maquilador. Es decir, aunque los productos salgan de territorio nacional, buena parte de su diseño, tecnología y marca pertenece a empresas extranjeras. Este modelo, si bien ha generado empleo y crecimiento en ciertas regiones, también nos ha hecho profundamente vulnerables. La crisis de las maquiladoras textiles en la región, a fines de la década de 1990, es evidencia innegable de esa vulnerabilidad.
La reciente reactivación de la política arancelaria del presidente Trump —que es poco predictible y, por tanto, generadora de elevada incertidumbre— vuelve a poner el dedo en la llaga. Basta una decisión unilateral al norte del río Bravo para que tambaleen miles de empleos en México, para que se frenen inversiones o se reconfiguren cadenas productivas. Si gran parte de nuestra economía depende de un solo socio, y si ese socio actúa con criterios volátiles o con objetivos ideológicos, la posición de México queda peligrosamente comprometida.
Lo más preocupante no es la dependencia en sí, sino la falta de voluntad para cambiarla. Mientras países como Brasil o Chile han diversificado sus exportaciones hacia Asia —particularmente hacia China—, México ha profundizado su apuesta por un solo mercado. Y eso, en un mundo cada vez más multipolar, es una estrategia de alto riesgo. Diversificar no es solo firmar tratados con otros países: implica fortalecer nuestra producción nacional, invertir en ciencia y tecnología, y dejar de vender materias primas o mano de obra barata como ventaja competitiva.
Definitivamente, amigo radioescucha, México debe verse al espejo y reconocer que la vulnerabilidad comercial no es obra del destino ni de nuestros vecinos, sino resultado de decisiones que se han postergado por décadas. Tal vez sea hora de que, más que depender de las decisiones de otros, empecemos a tomar las nuestras con visión de futuro. Ya vamos tarde, pero, es peor no comenzar. Y no sólo se trata de lo que hagan o dejen de hacer los gobiernos; también el empresariado tiene que contribuir en la búsqueda de nuevos horizontes comerciales.