En México, ser joven es una condición de alto riesgo, para la gran mayoría. La precariedad del empleo, la pobreza, la exclusión social y la falta de oportunidades han colocado a la juventud en una situación alarmante. Más de la mitad de los jóvenes se encuentran fuera del mercado laboral o insertos en él bajo condiciones indignas, con salarios insuficientes, sin prestaciones ni acceso a la seguridad social. A esto se suma el rezago educativo, la discriminación y la imposibilidad de acceder a una vivienda digna. No se trata de casos aislados, sino de síntomas de una violencia estructural que se expresa todos los días de forma silenciosa, pero devastadora.
Este tipo de violencia no tiene un agresor visible. Es una violencia que se cuela por las grietas del sistema económico, político y social, y se vuelve parte de la vida cotidiana. Como bien lo explicó el afamado sociólogo y matemático noruego, Johan Galtung, esta forma de violencia se instala cuando la distancia entre lo que una persona podría llegar a ser y lo que realmente puede ser se agranda por falta de recursos, de oportunidades y de justicia. Así viven millones de jóvenes en nuestro país: excluidos, precarizados y sin posibilidad real de construir un proyecto de vida. Y encima, señalados bajo el estigma equivocado de ser una «generación de cristal».
Pero en ocasiones, la violencia estructural se convierte en violencia directa. Es entonces cuando hablamos de juvenicidio: la eliminación sistemática —física, simbólica o moral— de los jóvenes. México ha sido escenario de esto durante años. Entre 2015 y 2024, más de 25 mil menores de 18 años fueron asesinados. Muchos más han desaparecido, han sido criminalizados o empujados a la informalidad, al crimen o al exilio forzado. La sociedad ha aprendido a mirar hacia otro lado, justificando estas muertes por la supuesta irresponsabilidad o peligrosidad de la juventud.
El juvenicidio no es solo un dato estadístico. Es una realidad desgarradora que refleja una política de abandono y desprecio. Cuando los jóvenes mueren por causas evitables, por hambre, por balas, por desesperanza, estamos frente a un fracaso colectivo. No podemos seguir normalizando que la juventud sea descartable, ni seguir responsabilizando a los propios jóvenes por la situación que viven, como si ellos fueran los culpables de una estructura que los margina desde que nacen.
Definitivamente, amigo radioescucha, no podemos dejar solos a los jóvenes. Su situación, en la mayoría de los casos, los hace percibirse como atrapados en una trampa de la que no podrán escapar, porque no hay esfuerzo que valga. Por eso, necesitan más que becas: requieren oportunidades reales, espacios seguros y una sociedad que los vea con esperanza, no con miedo. Cuidar a nuestros jóvenes no es un acto de caridad, es una obligación ética, política y humana. Porque si ellos no tienen futuro, el país tampoco lo tendrá.